L’estiu de l’any 2000 vaig visitar l’arxiu dels Carmelites Descalços de Catalunya a la seva seu de Barcelona. M’havia posat en contacte amb l’arxivera per tal de recavar informació sobre l’estada dels Carmelites Descalços a la vall de Cardó (s.XVII a s.XIX). Molt amablement em van facilitar la tasca de poder fotocopiar diversitat de documents sobre la història de la vall de Cardó.
Fa uns dies, entre tota aquesta informació, vaig recuperar un document que narra l’excursió de 6 persones a la vall de Cardó ni més ni menys que l’estiu de l’any 1870. És un relat una mica llarg però molt interessant de llegir. Hi ha moltes curiositats i detalls de com es trobaven els edificis i dependències dels Carmelites Descalços en aquella data. I a més reflecteix clarament les bones experiències que van viure aquests excursionistes del segle XIX. A continuació el publico tal com està al document original.
Apuntes de un excursionista
Excursión al monasterio de Cardó
31 de julio de 1870
A las dos de la madrugada reunidos los excursionistas en la Explanada de Remolinos y decidida la marcha, nos acomodamos en un vehículo del rico propietario D. Tomás M… organizador de la excursión, y cargados de vituallas y provisiones de boca dos corpulentos mulos propiedad del mismo, seguidos de una jauría de podencos, emprendimos la marcha por la carretera de Tivenys envueltos en las densas sombras de la noche que aun imperaban.
Soñolientos íbamos viendo el confuso desfile de los copudos frutales de la huerta y los altos maizales que como ejércitos de fantasmas se alzaban en los tablares inmediatos.
Alboreó el día en el caserío de Bitem y se animaron nuestros ojos y nuestra conversación con el suave colorido de la luz matinal que comenzaba a dorar los extensos campos. El Ebro deslizábase a un lado por entre los verdes cañaverales y sauces de sus amenas orillas.
Saludamos al campanario y caserío de Aldover, más arriba la antigua “Osicerda” –Cherta- en la opuesta margen, y al poco rato parábamos en el pueblo de Tivenys donde habíamos de hacer alto para reparar fuerzas y dar descano a las caballerías.
En aquella época la carretera de este pueblo al monasterio de Cardó no existía, y si solo un mal camino vecinal que a trechos se perdía por las malezas y escarpes del terreno, de manera que después de repuestos en nuestra primera etapa tuvimos de dejar el vehículo en el pueblo y continuar el camino pédibus andando, con el único alivio de turnar cabalgando a trechos en los lomos de los solípedos que llevaban ya las provisiones y los hatillos de viaje.
Penosa en extremo nos fue la ascensión por aquellas empinadas cuestas, si bien estaba amenizada por lo majestuoso del paisaje. Jadeantes y sudorosos nos deteníamos a contemplar las altivas cumbres y los profundos barrancos; oíamos el chillido agudo de los grajos que se cernían sobre nosotros revoloteando, cuyo chillido el eco ensanchaba, y repercutían nuestras palabras y gritos en aquellas concavidades.
A las tres de la tarde transponíamos la más alta sierra y penetrábamos en el término de Cardó comenzando el descenso, donde al poco vimos las derruidas paredes de una casa incendiada en la que la tradición cuenta que perecieron entre las llamas un fraile y una mujer.
El monasterio, con su imponente mole apareció a nuestra vista rodeado de verdosos cipreses, y en los altos de las colinas cercanas los pequeños ermitorios. Pudimos contemplarle un momento y nos pareció que aún lo habitaban los frailes, pues se hallaba exteriormente en el mismo estado de cuando lo asaltaron los desenfrenados migueletes en 1835.
Llegamos a él, y después de conceder el necesario descanso a nuestro fatigado cuerpo, recorrimos sus dependencias que con pequeñas transformaciones estaban casi como cuando se hacia en él la vida monástica.
La portería, el claustro, las celdas, el refectorio, todo lo pudimos aún examinar; la iglesia era la que más había sufrido el peso de la revolución, pues no se conservaba nada en ella referente al culto. El altar mayor había sido colocado en la ermita de Santo Domingo del cercano pueblo de Rasquera, donde continua venerado desde el año 1858 en que fue trasladado, gracias al celo del entonces Alcalde D. Blas Bladé.
En el coro se hallaba el sitio que debía servirnos de comedor con una larga mesa. La biblioteca conservaba toda su estantería de rica madera, con los cartelones en que se expresaban las diferentes secciones de obras, y debió ser abundante por la capaz estancia que la contenía; su caudal de libros nos aseguraron que se salvó en gran parte yendo a parar a la de nuestro Seminario Conciliar, donde se guarda.
Pudimos ver la sastrería, la despensa con unas pequeñas prensas para fabricar la miel, y la cera para el culto; la barbería, el calabozo, los departamentos molinos, los corrales para el ganado, las bodegas, todo en fin parecía evocar aun los felices días de la vida monacal, aunque en algunas partes se descubría la huella del vandalismo revolucionario, implacable, demoledor.
El campanario erguía aún sus arcadas de espadaña, pero sin las lenguas de bronce que tantas veces habían retumbado por aquellas cañadas las que nos aseguraron habían sido conducidas a Miravet.
El horario se depositó al tiempo de la exclaustración en la casa del propietario D. Manuel Piñol del pueblo de Rasquera donde se guardaba hace pocos años.
El cementerio, cuya cerca estaba destruida, servianos de gabinete de lectura en las horas del sol ardiente por el apacible fresco que en el reinaba y donde leíamos con fruición.
A veces se dilataba nuestra vista a través de una extensa hondonada y veíamos el lejano pueblo de Pinell que parecía situado a las orillas del Ebro, llegando hasta nosotros los agudos ecos de la chillona gaita en el día de su fiesta mayor.
El monasterio pertenecía entonces al Estado como así los montes de aquel extenso término, siendo la tierra cultivable, inmediata al mismo, propiedad de D. José Monclús dueño de una lujosa confitería de Barcelona, hoy de D. Pedro Llibre. Un guarda que el mismo sostenía allí para la custodia de los montes y que me complazco en consignar aquí, Juan Otero, fue para nosotros el servicial y diligente cocinero en los días de nuestra permanencia, recordando los sabrosos guisos por sus peritas manos confeccionados, con que recreábamos el paladar y apagábamos nuestra hambre voraz de excursionistas.
Por la noche, después de cenar, nos reuníamos en el claustro los seis compañeros de expedición con los arrendadores de la tierra, únicos habitadores del convento, y bien atrancadas las puertas pues la soledad imponía, platicábamos hasta que nos rendía el sueño, que conciliábamos sobre blando lecho de paja extendida en el suelo de una celda, careciendo en el convento de ajuar y muebles en aquel entonces. A primera hora de la mañana dirigíamos nuestra caminata a la fuente de la Roña, corrían los perros y nos regalaban una que otra pieza con que amenizar el menú; hacíanse los bañistas las oportunas abluciones en unos abrevaderos de ganado convertidos en pilas balnearias al aire libre, y regresábamos cazando al convento, cuando ya los rayos de Febo comenzaban a tostar.
Un día de los que más ajenos estábamos, nos sorprendió la grata visita de la música de Rasquera dirigida por D. Trinitario Dualde, maestro del mismo pueblo muy conocido y apreciado en esta ciudad, la que interpretó en el claustro durante algunas horas, escogidas piezas con sin igual maestría, cuyos ecos producían mágico efecto resonando en aquellas soledades, agrestes nunca turbadas más que por el mugir de los vientos o los cantares de los leñadores y rabadanes.
Como páginas de nuestra agradable estancia en Cardó, recordamos la ascensión a la Creu de Sanctus, eminencia donde se veía aún el pedestal de la misma y desde la que abarcábase una inmensidad de terreno; y de la fuente del Teix, al pie de cuyo frondoso árbol nacía el agua, extremadamente fresca, en la cima de la cordillera. Un rabadán llamado Micalo, que apacentaba unas cabras, nos sirvió de guía a cambio de un cacho de blanco pan y unas ronchas de salchichón que no sabía como comerlas; tan extrañas le fueron a sus ojos.
Catorce días permanecimos en el monasterio disfrutando de gratas emociones, ora recostados en los umbrosos nacimientos de las fuentes del Borboll y de la Columna, ora paseando por los frescos corredores, ora trepando por la sendas que subían a las ermitas o a los empinados picos, evocando a veces las delicias de la vida monástica, arrullada siempre por la contemplación de la naturaleza y los rumores de la oración que se perdía en las bóvedas del templo o en el recinto de las celdas.
El monasterio conservaba entonces la belleza de su primitivo estado y esto suplió a las comodidades de que carecía, de las que apenas nos dimos cuenta; tanto era el bienestar que en sus soledades reinaba, y al que tuvimos que renunciar con honda pena la víspera de la Asunción de la Virgen, cuando ya se percibían cercanos los estertores del imperio de Napoleón III mezclados con los ecos de las marchas triunfales de los batallones prusianos.
Pastor y Lluis, Federico.
Narraciones tortosinas. Pàginas de Història y biografia”.
Tomo I 330,4,p. 21 cm. “El Monasterio de Cardó” 99-105 p
FONT: Arxiu de la Orde dels Carmelitas Descalços de Catalunya.